Blancanieves traga la manzana envenenada, 1995, óleo sobre lienzo, Paula Rego 

Nada me
motiva más a escribir sobre el siempre polémico tema del aborto (o como sus
defensores prefieren llamarlo eufemísticamente, la “interrupción del embarazo”)
que me digan que no puedo o debo hacerlo. Pues ciertas feministas radicales
afirman que los hombres no podemos opinar sobre el tema, al carecer de útero; al
menos dos de ellas me han espetado, en persona, esta afirmación falaz y
totalitaria. Heme aquí entonces, escribiendo desde mi carencia de útero sobre
este tema supuestamente tabú para el sexo masculino, si bien escribo no desde
los testículos sino desde el cerebro, como debe abordarse cualquier tema serio.
Además, la motivación paralela de escribir sobre el aborto es que es posible oponerse
a él, al menos cuando no hay unas causales justificadas y cuando el feto se
halla en considerable estado de desarrollo, desde argumentos puramente
seculares, o sea desde la mera ética, el humanismo y la ciencia y no, de forma
exclusiva, desde la religión, la teología o la metafísica, como muchos
abortistas parecen suponer y por eso a los no creyentes nos adosan ese hombre
de paja de creación suya. Argumentaré contra ellos y ellas que es posible
oponerse al aborto injustificado sin ser creyente ni recurrir a la moral
cristiana, sino solo desde razones éticas y científicas. Y por criticar este
dogma de la agenda progresista seguramente seré tildado de conservador,
machista e incluso de misógino, pero no me importa: son los clichés de la época
y los estigmas de moda usados por las feministas cuando un varón osa ejercer su
derecho a disentir de sus dogmas. El aborto es un asunto ético, humanitario, de
educación sexual y salud pública y por eso compete a todos, mujeres y hombres
por igual, discutirlo racionalmente, y este debate debe estar informado por la
ciencia. Si el aborto no fuera problemático éticamente, este debate no tendría
lugar y no habría mujeres que se oponen a él ni profesionales de la salud que desde
la objeción de conciencia se rehúsan a practicarlo. La deliberación ética
compete a todos los humanos y no solo
al 50% de ellos.


Así
pues, en esta época de ideología de género y feminismo radical rampante, el hombre
que discute este tema está contra la marea. Y caracterizo a ese tipo de
feminismo con ese adjetivo pues: ¿qué más radical que proscribir a los hombres
de dicha discusión tan universal? El aborto es uno de los pilares de la agenda
feminista radical, que no se conforma con que esté restringido a ciertas
causales justificadas como violación, malformación del feto o peligro de la
vida de la madre. Quieren ir más allá, que sea irrestricto: ellas quieren
aborto cuando quieran y en la etapa de gestación que quieran, sin tener que
justificarse, porque, según reza su consigna, su cuerpo –y presumiblemente el
cuerpo y la vida de otro individuo diferenciado genéticamente que albergan
temporalmente en su interior– es su decisión, y de nadie más,  porque  es sobre ellas que recae la carga de los 9
meses de embarazo. Según esto, aunque las mujeres no suelan auto-embarazarse,
ni siquiera el propio padre, que aportó sus gametos y su genética a dicho
futuro humano, tiene voz ni voto en el asunto, como en el célebre caso de Juan
Pablo Medina, aquel padre colombiano que quería tener su hijo y estaba dispuesto a hacerse cargo de él. Pero como no era
la voluntad de la madre, entonces se falló en contra de la voluntad del padre y
ésta abortó a los 7 meses de gestación. ¿No es muy arbitrario investir a
alguien, en particular a un ser humano tan falible como cualquier otro, con
poder absoluto sobre la vida de otro?
¿Quién determina el valor de esa vida, o es relativo solo a lo que quiera la
madre?
Es decir, el valor de la vida de un
feto, que es un humano por nacer, no se puede reducir solo a la voluntad de la
mujer: ¿cómo es eso de que si lo quiere tener tiene valor y si no lo quiere
tener carece de valor? Según esa relativización arbitraria, entonces sería
válido también que la madre aborte un feto masculino porque ella lo quería
femenino o viceversa: es su voluntad y ella sola basta para decidir entre vida
o muerte, sin importar la arbitrariedad tras la decisión en la que se juega la
vida de otro ser diferente a ella.

 

Defender
que la mujer tenga la decisión absoluta y final sobre la vida de alguien más es análogo a la consigna
feminista de que los hombres no tenemos derecho siquiera a discutir sobre el
aborto, algo indigerible para cualquiera con un mínimo de sentido común. El
mantra de “mi cuerpo, mi decisión” podría traducirse o reescribirse más
honestamente como “nadie decide sobre mi cuerpo y mi vida (lo cual es indiscutible),
pero yo sí decido sobre el cuerpo y la vida de otro”. La pregunta desde la
ética es más general: ¿por qué alguien, mujer u hombre, va a tener derecho
absoluto sobre la vida de otro? Nadie lo tiene que yo sepa, al menos
legítimamente. Solo el estado, acaso, y basado en evidencia sólida de su
culpabilidad, puede determinar si determinado individuo –digamos un psicópata–
representa un peligro para la sociedad y por tanto hay que encerrarlo de por
vida o ejecutarlo, como se extirpa un tumor maligno, para proteger al resto de
la sociedad. ¿Pero por qué un feto, que no ha hecho daño a nadie, no habría de
ser respetado y protegido por la ley, al encontrarse precisamente en el estado
más vulnerable de un ser humano en desarrollo? ¿Por qué hay que respetar y
proteger la vida solo a partir del parto y no cuando se encuentra en un estado
considerable de desarrollo? ¿Cuál sería la diferencia entre deshacerse del feto
cuando esté en el útero y apenas salga de él, si igual después de nacer seguirá
dependiendo por un buen tiempo de su madre aunque no esté en su interior? ¿Y
por qué sería desechable solo en el útero pero protegible fuera de él? Considero
que esa es una distinción artificial que hacen los abortistas, como la que
imputan a los pro-vida cuando dicen que la vida empieza en el momento de la
concepción. De la misma manera, no podría decirse sin obviar la evidencia
científica de que alguien sólo se hace humano cuando sale del vientre de su
madre, como por un fiat milagroso.
Los abortistas acusan a los pro-vida de echar mano de la metafísica al decir
que hay vida desde el momento de la concepción: antes de ella no la había y
luego la hay (y si se entiende “vida” como el inicio de un individuo,
genéticamente diferenciado de sus padres, entonces la ciencia apoya dicha
posición, exceptuando la presunta incepción divina de un alma inmaterial).
Dicho sea de paso, la pregunta de cuando empieza la vida no es metafísica ni
son los curas o teólogos quienes están calificados para responderla. Es una
pregunta científica con una respuesta concreta que compete a los biólogos,
embriólogos y genetistas contestar. Así pues, del mismo modo que aquello que
critican a los pro-vida, los pro-choice –otro eufemismo– recurren a un
fiat metafísico cuando alguien nace. ¿Cómo es eso de
que en ese momento se hace humano pero justo antes de nacer no lo era aún? ¿Y
si no era humano entonces de qué especie era el embrión o el feto? Eso suena
exactamente igual a los curas cuando dicen que Dios implanta el alma en el
momento de la concepción: antes de ella no había alma; después de ella sí la
hay.
Todo esto
surge de no comprender que se trata de un proceso
de desarrollo gradual
de un individuo de la especie humana. Y que por ese
hecho debería ser acreedor al derecho fundamental a la vida, y de que dicha
vida, precisamente por ser vulnerable, se respete y proteja. La compasión no
aplica solo a la madre que por X o Y razón no quiera tenerlo sino también al
feto, impotente ante dicha decisión si no está amparado por la ley. Lamentablemente,
los abortistas son incapaces de ver el asunto del aborto desde la perspectiva
del humano por nacer, solo lo ven desde la perspectiva de la mujer y sólo ésta
merece consideración. Es decir, su compasión es selectiva y dicha venda ética
les impide ver la disyuntiva entre el derecho de la mujer a elegir y el derecho
del no nacido a vivir.



Paula Rego, sin título (serie del aborto) 1998. Óleo sobre lienzo

 


Puede
contrastarse el caso de la eutanasia, no debatible en mi perspectiva, al del
aborto, pues equipararlos es una falsa equivalencia que solo puede hacerse
desde una óptica religiosa. En la eutanasia la persona, como dueña única de su
propia vida y cuerpo, toma una decisión que solo a ella por derecho legítimo le
compete. A diferencia del aborto, no hay ningún argumento racional –no
religioso– que pueda aducirse contra la eutanasia. Oponerse al derecho a morir
dignamente, ahí sí, solo puede hacerse desde prejuicios y creencias de índole
religiosa como “Dios es el único dueño de la vida y sólo Él decide cuando debe
terminar”. Es totalmente diferente decidir sobre la propia vida que sobre la de otro.
Legítimamente, la mujer no tiene derecho a decidir por otra vida que la propia,
a menos que haya ciertos atenuantes o causales válidas que discutiré más
adelante. A diferencia de la eutanasia, pues en el aborto no solo se trata de
decidir sobre la propia vida sino por otra
vida.

 

Algunas
feministas radicales como Carolina Sanín son claras en su intención. Defienden
activamente el derecho de las mujeres a abortar “en todos los casos, sin dar explicación alguna a un médico o a un
jurista
”.[1]
Ese es, aclaro, el tipo de aborto que considero problemático y éticamente
repudiable, pues en la práctica equivale a reducirlo a un método anticonceptivo
más, ya que de ahí se siguen todo tipo de consideraciones arbitrarias para
abortar. Basta la voluntad de la mujer para hacerlo, sin necesidad de justificación.
Es preciso despojar al no nacido, independientemente de su estado de
desarrollo, de todos sus derechos, empezando por el más elemental, para
concedérselos todos a la mujer. Incluso, agrega Sanín, la mujer que aborta
podría reconocer que está matando. Pero aquí viene la hipocresía
contradictoria, para lavar de antemano toda responsabilidad ética: “no matando
a un ser humano, sino a un conglomerado de células que forman un individuo
incipiente y que constituyen la concepción de un ser humano”. ¿Al fin qué, sí
es matar o no? ¿Sí es un ser humano aquello que se mata o no? Prosigue Sanín:
“La mujer siempre ha podido ser la causa de esa muerte que, repito, no es la
muerte de nadie, sino de la
concepción de alguien”. Como ella
misma dice “creo que banalizar el asunto diciendo que ‘eso no es matar’ es
evadir la consciencia”. ¿Entonces qué, es el feto alguien o nadie? ¿Pero no es
eso precisamente evadir la consciencia lo que ella está haciendo, al decir que
sí es matar, pero no matar a ningún ser humano –quien según ella, por estar en
desarrollo y dentro de la madre, no
existe
– sino a un conglomerado de células, un embrión? Quizá todo eso
aplique a la etapa embrionaria, o a la mórula, al cigoto. No obstante,
claramente no aplica a un feto de meses de desarrollo, en el cual las
estructuras, órganos y sistemas vitales del feto han evolucionado
suficientemente, incluso hasta el punto en que podría sobrevivir en el mundo
externo, fuera de la madre. Por tanto, pienso que un aborto en una etapa de
desarrollo avanzada del feto no dista mucho del infanticidio, aunque los
abortistas parecen asumir que hay una línea tajante entre el momento del
nacimiento y el desarrollo previo in
utero.

 

Como
demuestra Sanín, la deshumanización del feto permite evadir la responsabilidad
ética, pero esto no es exclusivo del aborto. Una vez se deshumaniza, queda
abierta la puerta a la eliminación del otro y por eso no extraña que dicha
deshumanización anteceda a cualquier limpieza étnica. Es justo lo que hicieron
los colonialistas europeos con los indios del Nuevo Mundo o los negros de
África, que eran dispensables porque supuestamente carecían de alma, lo cual
caracterizaba según el Cristianismo a los verdaderos humanos, los Europeos. O
lo que hicieron los nazis con los judíos, a quienes consideraban untermenschen (literalmente subhumanos,
como los abortistas consideran al feto), y al afirmar esto se removía todo
escrúpulo moral, puesto que ya no se estaba realmente matando a un miembro de
una especie humana sino a un parásito. Los abortistas más razonables podrán admitir
entonces que quizá sea humano –puesto
que es innegable que el feto pertenezca a otra especie diferente a la humana,
ya que las especies se definen por compatibilidad sexual entre sus miembros,
sin la cual no hubiera podido ser posible su existencia en primer lugar– mas no
se trata de una persona aún. Es
decir, es un organismo biológico perteneciente a la especie humana, mas no un
ser social aún, lo cual es cierto pero además invocan la carencia de conciencia
o voluntad en el feto. Pero ¿no es análogo afirmar que es prescindible un feto
por no tener conciencia o voluntad a afirmar que la vida de un indio o un negro
era prescindible al no tener alma, como creían los colonialistas europeos, o la
de un judío por ser subhumano, como creían los nazis? ¿Y si la vida del feto no
tiene valor o no merece respeto solo por no tener conciencia o voluntad,
tampoco lo tienen o lo merecen las vidas de las mascotas entonces? Por eso es
paradójico que algunos abortistas sean a la vez animalistas. Defienden,
respetan y protegen las vidas de animales no humanos e incluso sienten
compasión por ellas. Una vez más su compasión es selectiva: solo hacen una excepción
con la especie humana y esta deshumanización del feto es reprochable en un
humanista. Si se defienden los derechos y la dignidad humana, ¿por qué presumen
que un feto en avanzado desarrollo carece de dichos derechos –empezando por el
fundamental, el derecho a vivir– y de esa dignidad? De nuevo, no es una
cuestión jurídica si un feto sea o no sea un humano; es un hecho científico
innegable que lo es. Y para quienes alegan que abortar es un derecho
fundamental, ¿no sería aún más fundamental o estaría por encima de hecho de
todos los otros derechos, el derecho a vivir? Porque lo cierto es que primero
hay que estar vivo para poder decidir; la vida precede a la libertad y no al
revés.

 

 

Vale la
pena recordar a los abortistas algo acerca de las etapas de desarrollo fetal,
por las que ellas y ellos también pasaron. Como bien observó Christopher
Hitchens, campeón incansable del secularismo, el humanismo y el ateísmo, el
feto es un unborn human, literalmente
un humano no nacido, un futuro miembro de la especie humana, que puede
pertenecer al sexo femenino o masculino y por serlo debería ser acreedor a
derechos humanos, empezando por el derecho a la vida. No es, como parecen
asumir las feministas radicales, un órgano o apéndice más del cuerpo femenino,
dispensable a voluntad de su procreadora, sino un organismo singular en
desarrollo, genéticamente diferenciado de sus padres. En condiciones normales, el
embarazo o período de gestación de ese feto, inicialmente embrión, dura unas 40
semanas. Al fusionarse los gametos en el cigoto, ya hay material genético
suficiente para formar un humano, ya hay un organismo en potencia con
individualidad genética, en lugar del “nadie” de Sanín. La etapa embrionaria se
extiende hasta la semana 8-9, con el desarrollo de rudimentos de órganos y
tejidos. De ahí en adelante el embrión pasa a ser feto, que a partir de la
semana 12 exhibe un desarrollo general adelantado de órganos, extremidades y
sistemas. Es decir, a la mitad de la edad de 24 semanas que se estipuló en la
ley colombiana como límite para la despenalización del aborto, ya hay un
desarrollo fetal considerable.



Posesión IV, pastel sobre papel, Paula Rego 2004
 

 

Dicho
esto, aunque el desarrollo de un nuevo individuo genéticamente diferenciado de
hecho sí comienza en el momento de la concepción, cuando los gametos femenino y
masculino se fusionan, admito que no es éticamente equivalente un aborto
realizado en etapas tempranas de gestación a uno realizado en etapas tardías.
No es lo mismo extirpar un embrión, aunque sea de un ser humano, que extirpar
un feto totalmente desarrollado, que no dista mucho de ser un bebé. Incluso
hasta Sanín agrega la salvedad atenuante, en el pasaje citado arriba, “dentro
de un límite de tiempo en el embarazo”, justo después de decir que la mujer no
debe ninguna justificación a nadie por abortar. En el caso de un feto en estado
avanzado de desarrollo, por el hecho de tener un sistema nervioso complejo,
desarrollado y por tanto ser capaz de sentir dolor, de sufrir, merece nuestro
respeto, compasión y protección, como de hecho las merece cualquier ser
viviente con dicho sistema, como bien ha reiterado Fernando Vallejo –otro ateo–
en su denodada defensa de los animales no humanos. Y si los animales no humanos
merecen respeto y protección, con igual o mayor razón los humanos y en su
estado más vulnerable. Por ese grado de desarrollo y por tanto de sensibilidad
hay una clara diferencia entre un aborto temprano y uno tardío. Esta no es una
consideración religiosa sino ética, y basada en evidencia científica.

 

Por
supuesto, cada quien está en su derecho legítimo de no querer reproducirse. No
solo lo considero respetable sino también loable.
Pero si
alguien no quiere reproducirse, sea hombre o mujer, tiene la responsabilidad
ética de evitar un embarazo por todos los medios posibles, trátese de métodos
anticonceptivos o intervenciones quirúrgicas, que constituyen la consumación
del verdadero derecho a decidir sobre el propio
cuerpo: la histerectomía en el caso femenino y la vasectomía en el caso
masculino.
El aborto no es un anticonceptivo más y debe estar reservado
a casos extremos.
Por esto
considero que la legitimidad del aborto, en la que hay que tener en cuenta
múltiples y complejos aspectos y las circunstancias de cada caso particular, no
es un asunto de blanco o negro, ni de ser totalmente pro-vida ni totalmente
pro-choice: es preciso ver los grises, los matices. Como dije arriba, lo que considero
éticamente repudiable es el aborto irrestricto, sin justificaciones o causales
válidas comprobadas y en etapas de gestación avanzadas, por el que abogan
ciertas feministas radicales. Y en esto me separo no solo de ellas sino también
de los pro-vida radicales, que niegan la legitimidad del aborto en cualquier
circunstancia porque presuntamente “la vida es sagrada”. A diferencia de ellos
no considero que lo sea –y si lo fuera, entonces lo sería también
presumiblemente la vida de cualquier ser viviente complejo–, aunque sí
considero la vida del no nacido digna de respeto y protección. Si no lo fuera,
sería legítimo que la madre no solo dispusiera de ella a su voluntad sino
también que consumiera alcohol, cigarrillo o drogas durante el embarazo, en
perjuicio del feto. Así, contra los pro-vida y contra las feministas radicales
como Sanín, acepto que bajo ciertas causales justificadas y generalmente
aceptadas por la ley el aborto puede ser legítimo en caso de abuso sexual,
riesgo para la vida de la madre o afección considerable de la futura calidad de
vida del humano no nacido. Podría verse esto como una contradicción: ¿cómo así
que digo que ahí ya hay un ser humano en desarrollo pero a la vez considero
legítima su extirpación en ciertos casos? En el primer caso, considero que,
dada la gravedad del delito y la experiencia tan traumática para la mujer que
constituye una violación, en calidad de víctima la decisión de tener o no tener
ese hijo le debe corresponder solo a ella. Aclarando, no obstante, que el
aborto también puede ser una experiencia psicológicamente traumática para la
mujer, algo que los abortistas a menudo pasan por alto. En el segundo caso,
tampoco se puede pretender que si su propia vida está en riesgo, la madre esté
compelida a llevar a término su embarazo con tal de salvar la vida del feto
aunque eso implique el sacrificio de la suya. Y en el tercero, si el organismo
por nacer estará condenado a sufrir una calidad de vida deficiente debida a
alguna deformidad o enfermedad irreversible, no veo buenas razones para
condenarlo a ese sufrimiento gratuito, justo como no las veo para condenar a un
enfermo terminal a esperar su muerte. En todos estos casos legítimos para
abortar, el estado debe garantizar a las mujeres un aborto seguro: es su
derecho y también un asunto de salud pública. Además de incentivar las campañas
de educación sexual y promover el uso de preservativos y otros métodos de
anticoncepción, precisamente para evitar embarazos indeseados, sobre todo en
adolescentes. No obstante, los abortistas podrían aducir también como razón
válida la incapacidad de los padres de responder económicamente por el futuro
de su hijo(a). Cabe aclarar que en este caso, como en el de la violación,
existe la opción de la adopción. Incluso si la madre no quiere a su hijo –completamente
entendible por ejemplo en caso de violación– siempre habrá personas dispuestas
a adoptar bebés saludables y proporcionarles una vida digna, como alternativa a
suprimirlos de la existencia. En cuanto a desechar a un ser humano por tener
defectos físicos de nacimiento (siempre y cuando dichos defectos no vayan a
deteriorar sustancialmente su calidad de vida y a generarle un sufrimiento innecesario),
eso nos lleva de vuelta a los programas de eugenesia nazis. Muchas personas con
defectos físicos pueden tener vidas satisfactorias y realizarse a nivel
personal, educativo, profesional y afectivo.

 

Muchas mujeres
que hablan como Sanín, aunque el estado eventualmente les concediera la
absolución moral para ejercer el “derecho fundamental” de abortar “en todos los
casos, sin dar explicación alguna a un médico o a un jurista”,  seguramente no serían capaces ellas mismas de
hacer un aborto de un feto desarrollado con sus propias manos, lo cual implica
cierto escrúpulo moral implícito. Dirán los abortistas que ya los abortos se
practican de manera muy humanitaria. Claro, ya no se descuartizan los fetos con
pinzas o aspiradoras en el útero, sino que se hace un legrado o curetaje
–raspado y limpieza del útero– y al feto se le inyecta potasio en el corazón
para provocarle un paro cardíaco y se induce el parto para expulsar al feto
muerto. Hemos avanzado en métodos de liquidación del feto, pero la definición de
aborto no cambia: igual sigue siendo suprimir a alguien de la existencia, no
“interrumpir” el embarazo sino terminarlo para siempre, extirpando a ese
organismo en desarrollo como se extirpa un tumor. Sin embargo, los
profesionales de la salud con principios éticos supuestamente están para salvar
vidas, no para terminarlas: es la definición de su oficio. A menos que se trate
de ayudar a alguien a morir dignamente, o de salvar a la madre o al feto de
peligro inminente, practicar abortos de fetos saludables de mujeres saludables
en relaciones consentidas entre adultos, sin ninguna justificación válida,
constituye una violación del juramento hipocrático que hacen cuando empiezan a
ejercer su profesión.

 

Como
espero haber mostrado, es posible oponerse al aborto y defender el derecho
fundamental a la vida del no nacido, así como su valor intrínseco como individuo, en lugar de instrumental, relativo o subordinado a la voluntad de la madre, apelando sólo a consideraciones
humanitarias y científicas. Nada de lo que dije arriba es de índole religiosa y
dichas consideraciones, que considero débiles, se las dejo a los creyentes. ¿Cómo
compaginar la defensa del aborto irrestricto por el que militan las feministas
radicales con una defensa del humanismo y los derechos humanos, a menos que
dichos derechos sean interpretados como exclusivos de la mujer y no del hombre
también, de todo ser humano por nacer? Pienso que no es posible sin
deshumanización. Solo se puede alguien llamar un humanista y defender eso al
precio de sacrificar su coherencia intelectual y ética.

 

Por Juan
Diego Serrano



[1] Las frases citadas son de Carolina Sanín,
post en Facebook del 8 de Marzo de 2019. Las cursivas son mías, para enfatizar
ciertas cosas.

*Este artículo presenta exclusivamente las ideas del autor y no es una editorial de La Emboscadura, nuestra Casa de Letras. De hecho, al respecto de este y otros temas tenemos ideas contrarias que debatimos en nuestro programa DISCUSIONES PENDIENTES, que te invitamos a ver en nuestro canal de YouTube. Ayúdanos a compartir para que nos visibilice el algoritmo 🔥 Suscríbete al canal y activa la campanita 🔔





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