Lynda Benglis en la página central de Art Forum, 1973. Imagen modificada por Byron Alaff

 

 ROLES DE GÉNERO: NATURALEZA O
CULTURA
[1]

 Por CAMILLE PAGLIA.[2]

  

¿Naturaleza o cultura? Esta
pregunta enmarca muchos de los asuntos de mayor importancia de nuestro tiempo,
desde el de los orígenes de la criminalidad a la legitimidad de los test de
inteligencia, hasta llegar a la definición del género. La disputa sobre
naturaleza y cultura puede ser rastreada desde el romanticismo de finales del
siglo XVIII, cuando Jean-Jaques Rousseau y su seguidor, el poeta William
Wordsworth, concibieron a la naturaleza como bondadosa y a la sociedad como malvada,
fuente de ficciones opresivas que nublan el entendimiento y distorsionan
nuestro comportamiento. Rousseau es, a fin de cuentas, el responsable de la
visión todavía corriente entre los posmodernistas y posestructuralistas de hoy,
quienes creen que nacemos como tabulas rasas y que nuestros prejuicios, incluyendo
las presunciones normativas de género, son “inscritos” en nosotros a través de
presiones sociales que se expresan en construcciones verbales arbitrarias y escurridizas.

 

Mi propio pensamiento acerca de
este problema, es decir, el de los atributos innatos versus aquello que se
aprende, se lo debo en gran medida al romanticismo. Sin embargo, yo adopto la
visión del romanticismo tardío, asociada a los decadentes de finales del siglo
XIX como Charles Baudelaire y Oscar Wilde, quienes consideraron a la naturaleza
como una fuerza hermosa pero mecánicamente tiránica, la cual estamos obligados a
resistir y a desafiar a través de las siempre cambiantes permutaciones de la
cultura. El precursor en esta vena de romanticismo perverso no fue Rousseau
sino el Marqués de Sade, cuyos voluminosos escritos ejercieron un vasto
influjo, incluso sobre Nietzsche, al que Michel Foucault, el profeta del
posestructuralismo, llamó su modelo.

 

Yo he sostenido desde mi primer
libro, Sexual Personae, el cual fue una expansión de mi disertación doctoral, que la identificación histórica y mitológica de la mujer con la naturaleza es acertada y está fundamentada en hechos biológicos que, si bien podemos encontrar
desagradables en estos tiempos emancipados, no pueden ser ignorados o anulados
por el deseo y, hasta la fecha, tampoco enmendados por la ciencia. Ahora bien, llegar
a esta conclusión altamente controversial fue el resultado de un largo proceso
de observación, estudio y reflexión. La verdad es que, durante mi adolescencia al
norte del estado de Nueva York, yo había sostenido furiosamente un punto de
vista completamente opuesto, el cual estuve eventualmente obligada a abandonar
luego de la investigación extensiva que conduje tanto en biología como en
antropología, para efectos de mi disertación.

 

Fui criada como una baby-boomer
durante los asfixiantes y conformistas años 50s, cuando los roles de género
estaban rígidamente polarizados. Los hombres eran hombres y las mujeres eran
mujeres, con un draconiano código de vestimenta y reglas de conducta para cada
género. Mucho tiempo después habría de tornarme más comprensiva hacia ese
deseo de estabilidad reconfortante expresado por la generación de mis padres, quienes
habían arrostrado las traumáticas tensiones y sacrificios de la Gran Depresión
y la Segunda Guerra Mundial. De cualquier modo, lo cierto es que en los años
50s las opciones para las chicas eran muy limitadas. Se esperaba que salieran
en citas y se convirtieran en esposas y en madres. Había pocas carreras
apropiadas para las mujeres aparte de secretaria, profesora de escuela, o monja
católica. La atmósfera era claustrofóbica para cualquier mujer con ambiciones o
un espíritu competitivo, lo cual era visto como vulgar o poco femenino.

 

Un paradigma biológico
ciertamente estimulaba esas actitudes. Por ejemplo, a las niñas les regalaban
muñecas todo el tiempo bajo la presunción de que las chicas recibían de buena
gana y requerían el ejercicio de sus instintos naturales de crianza. Yo, por mi
parte, consideraba esa avalancha de muñecas 
una plaga o infestación. ¡Yo quería espadas y lanzas y caballeros en
armadura! Y telegrafiaba mi espíritu de rebelión a través de una serie de
disfraces de Halloween trans género extremadamente excéntricos para cualquier
niño en los años 50s.

 

Estas suposiciones psicológicas
eran reforzadas en la escuela. Las niñas eran desalentadas de tomar lecciones
de tambor en la clase de música bajo la premisa de que no poseían la fuerza suficiente
para blandir las baquetas o cargar el redoblante a través de campo de fútbol. (Yo,
por lo tanto, estuve confinada al clarinete, el cual toqué muy mal durante ocho
años en la banda escolar.) En la clase de educación física, a las chicas se las
consideraba demasiado frágiles para el ejercicio extremo. Por lo tanto, no se
nos permitía jugar basquetbol a lo largo de la cancha, sino que teníamos que
detenernos (con gran dificultad) en la línea del centro y de ahí pasar la bola
a una jugadora al otro lado. Así que, como guardia, si yo robaba la pelota en
un extremo del campo, no podía driblar hasta el otro extremo para anotar una
cesta. Estas protecciones paternalistas eran exasperantes y me ponían furiosa.

 

La doctrina biológica se hizo
explícita durante un incidente en mi escuela primaria, cuando unas chicas del
quinto grado se enfrascaron en una riña con las de sexto en el recreo (de la
cual yo emergí con un diente desportillado.) Mientras me castigaba por dos
semanas, mi profesora me reprendió severamente por haberle propinado un puño a
otra niña en el estómago, una ofensa grave y peligrosa porque, según me
dijeron, podía haber afectado sus delicados órganos reproductivos – una afirmación
que, con el tiempo, me pareció medicamente cuestionable.

 

Mi rescate de este infierno del
género llegó a través de la investigación, ¡mi mantra! En 1961 justo antes de
entrar en la secundaria, me topé con un artículo sobre Amelia Earhart en el
periódico local, el cual me impulsó a embarcarme en un obsesivo proyecto de
tres años durante los cuales me adentré en su vida y en su tiempo. Explorando
los viejos volúmenes de periódicos y revistas casi descompuestos en el polvoriento
sótano de la biblioteca pública de Syracuse, descubrí una era totalmente
diferente: los años 20s y 30s, cuando el feminismo de primera ola había inspirado
a una extraordinaria serie de mujeres que se destacaron en la arena pública;
desde Earhart misma hasta Dorothy Parker, Dorothy Thompson, Lillian Hellman,
Margaret Bourke-White, Clare Boothe Luce, y Katherine Hepburn, a quien había visto
en las ya para entonces olvidadas películas viejas en transmisiones nocturnas
de T.V. Fue una revelación. Aquello parecía ser la prueba de que los estándares
de género eran mutables y dependían de las condiciones sociales. Más tarde,
habría de entender mejor la presencia de fuerzas mayores que ejercieron su
influjo sobre ese período, en particular, la rebelión contra la autoridad energizada
por la impúdica era del jazz luego de los fracasos institucionales que
condujeron a la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. La osadía y la
ambición de esas singulares mujeres era en muchos casos parte de una reacción
calculada contra las convenciones victorianas las cuales exaltaban el pudor, la
modestia y santificaban la maternidad.

 

Así mismo, a principios y mitad
de los años 60s, comencé a observar el complicado proceso de la pubertad en mí misma y mis amigos, tanto hombres como mujeres, así como los mecanismos del
embarazo, nacimiento, y cuidado de los infantes dentro mi familia cercana y en otros.
Estos asuntos de la fisiología humana sobre los cuales teníamos poco o ningún
control, me resultaban significativos, problemáticos e inextricables. En
consecuencia, la relación entre naturaleza y cultura se iba volviendo cada vez
más problemática para mí. Mi actitud de desprecio hacia la biología se iba
probando insostenible.

 

Para el momento en que la
segunda ola feminista comenzó en 1966 con la co-fundación por parte de Betty
Friednan de la Organización Nacional de la Mujer, yo me encontré, ya como
estudiante universitaria, fuera de sintonía con las opiniones de la mayoría de
feministas. La situación empeoró durante la etapa de post grado, donde en una
conferencia en 1970 llevada a cabo en la facultad de derecho de Yale, tuve un intercambio
desagradable con las celebridades feministas Kate Millet y Rita Mae Brown. Ya
por entonces cualquier apelación a la biología era denunciada como una herejía
reaccionaria. Las pasiones estaban caldeadas: en 1973, siendo una joven
profesora en Vermont, casi llegué a las manos con una mesa de académicas
feministas en Albany cuando casualmente aludí al elemento hormonal en las
diferencias entre los sexos. Unánimemente me dijeron que generaciones de
científicos varones sexistas me habían embaucado y que me habían “lavado el
cerebro”. Las hormonas, en su opinión, no jugaban ningún papel en la vida
humana. No era simplemente que ellas estuvieran cuestionando el grado de
impacto que las hormonas tenían sobre la personalidad y el comportamiento; sino
que de manera surrealista estaban negando su existencia misma. Me sentí como si
me hubieran arrojado por el agujero del conejo blanco en Alicia en el País de
las Maravillas.

 

Los programas de estudios de
género fueron diseñados de manera apresurada en los años 70s, en parte por la
presión nacional ejercida para incorporar más mujeres en facultades que hasta
entonces, para vergüenza de la sociedad, habían sido dominadas por hombres. Los
administradores que adjudicaban fondos para estos nuevos programas estaban
menos preocupados por mantener el nivel académico y el rigor que por resolver
un espinoso problema de relaciones públicas. De ahí que los estudios de género hubieran
quedado desde el comienzo congelados en ese estado temprano de ideología, el
cual puede ser descrito como “ambientalismo social militante.”

 

Desde mi perspectiva, la
biología y la endocrinología deberían haber sido incluidas como requisitos en
el currículum de todos los programas de estudios de género en el país. Teorizar
acerca del género debe comenzar desde esa base, incluso si el papel de la
biología es eventualmente minimizado o rechazado en su conjunto. En lugar de
alentar la indagación académica y el libre pensamiento, los programas de
estudios de género empezaron a priori desde una agenda ya cristalizada. Ninguna
desviación de la línea de partido era permitida, la cual consistía en afirmar que
todas las diferencias de género se debían al patriarcado con su esclavización
monolítica de la mujer y abuso por parte del hombre.

 

La llegada de marcos
interpretativos más sofisticados, como el feminismo post estructuralista
francés a mitad de los 70s y el feminismo de la “diferencia” a principio de los
80s, trajo pocos cambios, puesto que ambos soslayaban los hechos biológicos o
los omitían por completo. Los académicos varones, percibiendo de qué lado
soplaban los vientos, fueron reticentes a desafiar la nueva estructura de poder
y se encogieron por miedo a ser etiquetados como sexistas y retrógrados. La
historia no juzgará amablemente su timidez y cobardía. Además, había algo de cierta
indiferencia desdeñosa en esa actitud: “dejen que las mujeres construyan su
castillo y jueguen en el”. Por lo tanto, el currículum de los estudios feministas
y más adelante los de género, crecieron autónomamente, cebándose sobre sí
mismos y creando su propio canon insular, protegido de cualquier crítica proveniente
de voces externas e incluso de feministas disidentes como yo.

 

Las consecuencias de esa
exclusión total de la biología del pensamiento social contemporáneo continuaron
multiplicándose en la vida real. Por ejemplo, el feminismo de la segunda ola fue
habitualmente culpable de una insensible, y en mi opinión, cruel denigración de
la maternidad. Ese tono fue establecido por el reportaje y best seller de Betty
Friedan de 1963, The Feminine Mystique, un retrato algo sensacionalista (y
sospechosamente carente de fuentes) de las vidas miserables de amas de casa
aburridas en barrios suburbanos afluentes. El feminismo de segunda ola
glorificaba a la mujer profesional y despreciaba al ama de casa como a una traidora
de la causa. Esto eventualmente incomodó a la misma Friedan, quien
vanidosamente intentó virar el rumbo de la teoría feminista de vuelta a las
preocupaciones de las mujeres comunes. Esto desembocó en una amarga
desavenencia con la organización NOW[3],
en parte por lo que ella consideró “la amenaza lavanda”, es decir, jóvenes
lesbianas radicales que se estaban tomando el movimiento de las mujeres y
alienándolo, según pensaba ella, de la población general.

 

La conclusión a la que yo
llegué a través de mi propio estudio es que, a pesar de la transformación en
los roles de género presente en momentos pintorescos de la historia, como, por
ejemplo, el Londres de Shakespeare en el que los predicadores puritanos
vituperaban la moda del travestismo; hay siempre un eventual y predecible
retorno a la norma polarizada. La experimentación con el género, si bien es muy
intrigante para nosotros hoy, se ha mantenido como una práctica excepcional que
nunca fue adoptada por las mayorías de ninguna sociedad conocida. Adicionalmente,
una volatilidad en los roles de género es usualmente sintomática de tensiones y
ansiedades acerca de problemas más profundos. Es decir, la identidad sexual se
convierte en el enfoque primario solo cuando otras formas de identificación y
afiliación: religiosa, nacional, tribal o familiar, colapsan. Es más, mientras
la androginia o la fluidez de género es considerada actualmente como una
actitud progresista, dicho fenómeno ha contribuido en ciertos momentos históricos
a espolear una severa contra reacción que puede durar por siglos. Por ejemplo,
la permisividad de la Roma imperial, con su religión vacua y ritualista, creó
un vacío ético rápidamente llenado por un movimiento espiritual masivo
proveniente del mediterráneo oriental: el cristianismo; el cual, dos milenios
después, continúa siendo una poderosa presencia global. Lo romanos de la élite,
de vacaciones en Pompeya o en Capri, sin duda creyeron que su mundo de vida hedonista
y laxo duraría para siempre.

 

La sobre carga de teoría de
género en nuestra vida cotidiana puede estar encubriendo el desarrollo de otros
problemas. Por ejemplo, ¿cuáles son las consecuencias a largo plazo de la interrupción
de los patrones biológicos como consecuencia de la imposición de una carrera
masculinizante sobre las mujeres jóvenes, la cual ocupa los años de fertilidad óptima
con una secuencia prolongada de educación universitaria y de post grado? Para
cuando nuestras mas destacadas jóvenes estén listas para casarse pueden ya haber
alcanzado sus 30s, momento en que el embarazo conlleva más riesgos y cuando sus
pares masculinos de repente tienen a su disposición una abundante oferta de
chicas núbiles en sus 20s. La serie de televisión Sex and the City, la
cual fue además un sorprendente éxito internacional, dramatizó el dilema de las
mujeres jóvenes y profesionales como una desconcertante mezcla de comedia y
tragedia.



Portada del libro

 

Considero totalmente
irresponsable que las escuelas públicas de hoy ofrezcan una educación sexual, pero
no una guía sistemática para las chicas adolescentes, las cuales deberían estar
pensando acerca de cómo quieren construir sus vidas futuras: ¿quieren niños?, y
si es así, ¿cuál sería el momento óptimo para hacerlo?, siempre sopesando las
ventajas y desventajas que cada opción disponible ofrece. Debido a la obstinada
carga biológica del embarazo y del alumbramiento, estos son asuntos que siempre
van a afectar a las mujeres más profundamente que a los hombres. Comenzar una
familia temprano en la vida conlleva un precio para una joven ambiciosa: una
pausa en su carrera puede ser difícil de superar. Por el otro lado, la
recompensa de estar con los hijos durante sus años formativos, en lugar de
delegar esa fugaz e irremplazable experiencia a las guarderías o las niñeras,
tiene un valor emocional y acaso espiritual inherente que ha sido
lamentablemente ignorado por la segunda ola feminista.

 

Ahora mismo en los Estados
Unidos las madres jóvenes son automáticamente consideradas declassé, son
objeto de lástima pues se considera que “malgastan” sus talentos. Esta animosidad,
atravesada de esnobismo social, debe terminar. Los colegios y las universidades
que dicen defender los derechos de las mujeres deberían adoptar una actitud más
humanista hacia las necesidades y patrones biológicos. La presencia en las
aulas de clase de madres, o estudiantes casados en general, sería de un enorme
beneficio para aterrizar a la realidad el discurso al interior de los campus. Las
universidades deberían proveer y promover programas flexibles de estudio de
medio tiempo con largas ausencias permitidas de manera que las madres puedan
completar sus grados a lo largo de años o incluso décadas.

 

Del mismo modo, nuestro sistema
actual de educación primaria y secundaria debería ser meticulosamente reestructurado
en tanto que confina a los chicos varones a condiciones casi carcelarias que imponen
constantes cortapisas a su energía y requieren el renunciamiento ideológico de sus
características masculinas. Al momento en que los hombres jóvenes de clase
media se gradúan de la universidad hoy, ya han sido modelados y convertidos en
clones obedientes. Las instituciones de élite se han convertido en estados
policivos donde un ejército de decanos, sub decanos y comités de profesores monitorean
y sancionan la expresión y comportamiento de sus estudiantes cada vez que
transgreden el código feminista del establecimiento. La supervisión rutinaria
de la vida amorosa de los estudiantes en los campus de Estados Unidos sería
impensable en Europa. Los teóricos de género en las universidades americanas de
hoy pueden blandir alegremente su bandera anti masculina, puesto que todos los
hombres en 10 millas a la redonda se han escondido bajo tierra.

 

En conclusión, de verdad pienso
que los roles de género son maleables y pueden ser afectados por la cultura. No
obstante, la frecuencia con la cual dichos roles retornan a su forma
polarizada, así como la asombrosa similitud de los comportamientos de género en
sociedades separadas por vastas distancias de tiempo y espacio, sugiere que sí existe
algo fundamentalmente constante en la expresión del género que se apoya en
hechos concretos. Una democracia moderna apuntalada en el concepto de la libertad
individual, tienen la obligación de proteger toda la variedad de expresiones
personales de identidad. Sin embargo, también es cierto que la mayoría de seres
terrestres parece encontrar en los roles de género claros, una útil herramienta
de navegación en la a menudo conflictiva formación de la identidad. La
curiosidad y la exploración del género han sido y siempre serán la prerrogativa
de artistas y chamanes, seres dotados de talento, pero también alienados.

 

Extravagancias en la
experimentación con el género son a veces la antesala de colapsos culturales,
como sin lugar a duda fue el caso en la Alemania de Weimar. Así como la Roma
tardía, Estados Unidos también es un imperio distraído por juegos y empresas de
placer. Ahora, como entonces, hay fuerzas alineándose más allá de las fronteras,
hordas fanáticas dispersas en las que el culto a la masculinidad heroica
todavía goza de tremenda fuerza. Cierro este argumento con la siguiente
pregunta: ¿una nación cuya educación de élite está cada vez más basada en la neutralización
del género, puede estar preparada para defenderse contra ese desafiante enemigo?



[1] Extraído del libro: Free
Women, Free Men: Sex, Gender, Feminism
.
2017, Vintage Books

[2]
Argumento de apertura en el Debate del Janus Forum, Instituto de Teoría
Política, American University, Washintong, D.C., octubre 8, 2013.

[3] National Organization for Women.

Camille Paglia en los orinales. Foto de Mario Ruiz, 1992

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