Gego, Tejeduras, 1991

post coitum omne animallum triste est…

Galeno.

 

Después
de unos sueños brumosos y salaces que apenas puedo recordar pero que incluían
una variedad de cuerpos desnudos y ciertos extravíos de la carne, me despierto
con el pene muy duro. La proverbial erección mañanera.

 

¡Qué
gran alivio y placer es poder dormir a pierna suelta incluso estando en una
cama ajena! Me explico: mientras escribo ésto estoy con mi mujer de visita forzosa
en casa de Alessandra y Dario, una pareja de amigos que han tenido la infinita gentileza
de alojarnos en su apartamento por tres días debido a que nuestro vuelo que
hacía escala en esta ciudad ha sido cancelado dos veces a causa de las
inclemencias del invierno. En lugar de quedarnos varados en un costoso hotel,
nuestros amigos nos han ofrecido albergue en su hogar, lo que además nos da la feliz
ocasión de conocer a su hijita recién nacida, la pequeña Ana Vittoria.

 

Conforme
me doy vuelta para dormir media hora más sabiendo que se han
extendido nuestras vacaciones, experimento una gran claridad. Se trata de ese
estado a medio camino entre el sueño y la vigilia en el que a veces se nos
revela como un eco, el sentido de una verdad muy profunda.

 

Como
he dicho, tengo la fortuna de amanecer con una portentosa erección y he ahí que
caigo en cuenta de algo que ya sabía… esto es, que a pesar de las
advertencias de los puritanos (de derechas e izquierdas) sobre la decadencia
social asociada a la producción desmedida de porno en internet, lo cierto es
que la pornografía no es más que una exploración del mundo de los sueños. En
otras palabras; el porno es un esfuerzo (que se puede rastrear desde el
Paleolítico en las representaciones de genitales encontradas en la pintura
rupestre) por hacer consciente a través de imágenes la “perversidad polimorfa” contenida
en el subconsciente. Por ello considero que intentar reducirlo a guarrería y
suciedad, como tantas veces se ha hecho en el pasado, o, a una explotación vil de
la mujer, como suele hacerse hoy en día, constituye una miopía y simplificación
escandalosa.

 

Por
otro lado, esta defensa no es una apología al exceso (tanto como una postura a
favor de legalizar todas las drogas no es una invitación a la adicción). El
onanista compulsivo, o el adicto al porno, es como el alcohólico que hay en
cada familia, al cual se intenta ayudar hasta donde se puede, sin por ello
llegar a la peregrina conclusión de que se debe prohibir el alcohol, o censurar
a quienes lo destilan. Acaso, en lugar de perseguir a los pornógrafos y a los
voyeristas, lo que se debe considerar son los efectos que el vertiginoso acceso
a la información que proporciona internet tiene sobre todos los ámbitos de la
vida moderna, incluido, desde luego, el sexual.

 

Sea
como fuere, lo que tienden a olvidar los críticos del porno es que la vida es,
por más milenios de civilización que llevemos a cuestas, un negocio lúgubre y
escabroso en el plano más fundamental, y no hay belleza, placer o beneficio que
no esté emparentado con la abyección, el dolor o el delirio.  

 

Por
ejemplo, anoche mismo Alessandra, nuestra anfitriona, nos relató con lujo de detalles
la historia de su infernal día de parto, mientras arrullaba en sus brazos a la
angelical Ana Vittoria de 4 meses de edad. ¡Catorce horas le duraron las
contracciones!, luego de las cuales sucedieron siete horas más de parto como
tal en las que padeció un dolor indecible hasta que poco antes del alumbramiento
le suministraron la anestesia epidural. Entonces, por fin la cabeza de la bebé
se asomó, ¡pero solo para esconderse de nuevo! Hacía ese punto la pobre Alessandra
no había podido comer nada en casi 24 horas; estaba tan exhausta y tan débil
que llegó a pensar que se iba morir. De no ser por las drogas que se usan para
inducir el parto, en otra época tal vez habría muerto dando a luz. Todo esto lo
consigno como recordatorio de que llegamos a la vida envueltos en un lecho de
sudor y de sangre. Darle la espalda a este hecho es un grave error que comenten
tanto marxistas como ultra conservadores. De ahí que no debamos descalificar al
porno como mera aberración ni avergonzarnos de las extravagancias de nuestra
sexualidad.

 

Lo
que intento decir es algo que en el fondo 
todos sabemos y es lo que se me presentaba más claro esta mañana, a saber: que la reproducción de la
especie es tan ardua y tan dolorosa, que la naturaleza debe tendernos una
celada, ofreciéndonos a cambio de los horrores del parto la recompensa de infinitos
orgasmos y una letanía de placeres sexuales recónditos que se alojan en las
profundidades de nuestro cerebro reptil.

 

***

 

La escritora norteamericana Camille Paglia define al arte como la línea de
defensa que trazamos ante la naturaleza, y en lo que al sexo toca tiene toda la
razón. Hay murales pornográficos en las ruinas de Pompeya, se encuentran
numerosas esculturas fálicas en las ciudades Mayas, son ilustres los rollos de
seda con escenas de sexo de la dinastía Ming en China, así como el copioso arte
erótico, tanto en pintura como en escultura, de la India antigua. Acaso la
primera pieza de arte conocida, la Venus de Willendorf, presumiblemente hecha
por un neandertal, es una representación de lo que en el argot del porno actual
se denomina BBW (Big Beautiful Woman, es decir, bella y voluptuosa mujer, en
inglés) – aconsejo al curioso lector que quiera comprobarlo una búsqueda rápida
en el portal PornHub. Así mismo tenemos el busto de Nefertiti, el David de Miguel Ángel, el David de Donatello, Las Venus de Botticelli, Tiziano, Goya y Manet,
la Santa Teresa de Bernini y un largo etc… de ejemplos ilustres en los que el arte ha intentado sublimar la marea
incontenible de concupiscencia con la que nos abruma la naturaleza…

 

Por
otro lado, Peter Sloterdijk, el filósofo y crítico cultural alemán, en su
ensayo Estrés y Libertad plantea la idea de que el estrés proviene de
dos frentes principales, el social, resultado de las interacciones entre los
humanos y el natural, es decir, el estrés que nos impone directamente la
naturaleza. Ambos son constantes, pero al de la naturaleza no se puede escapar:
ella no cesa en su empeño por destruirnos, nos trae a la vida solo para empezar
a amenazarla desde el comienzo, es terrible y cruel, pues nos impone el frío, el
desamparo, el hambre, la sequía, el ennui; las enfermedades nos acechan
en todas las edades y como complemento, o contraprestación, está la libido, una
fuente de gozo pero también de vergüenza la cual nos induce a que pasemos
nuestros genes y, que con ellos, heredemos las mismas cuitas y tribulaciones a
nuestra descendencia. Todas esas fuerzas impuestas por la realidad, como la del
hambre o la del frío, existen, y son tan objetivas como el instinto maternal y tan
concretas como la erección matutina que tengo mientras tomo notas para este
texto.

 

No
obstante, también es cierto que hay otra fuerza análoga, o, mejor dicho,
paralela a todas las demás, la cual puede llamarse decoro o pudor, que incuba
la cultura y contrarresta el ímpetu lúbrico y concupiscible. Galeno dio luces sobre
este asunto cuando dijo post coitum omne animal triste est, o sea,
todo animal queda triste después del coito (y tanto más después de la paja). Y
esa tristeza o desazón, que a veces se parece a la culpa, no sólo es obra de la
educación religiosa o la cultura, como solía pensar en mis años juveniles, sino
que se trata más bien de una cuenta de cobro que pasa la naturaleza por la dosis
de dopamina recibida al cabo de la eyaculación, como diciendo: “consumado el
placer, no te quedes pegado a su recuerdo, sino incorpórate y ocúpate de otra
cosa…” Algo parecido, en cierto modo, a la resaca que sufre el cuerpo después
de una noche de éxtasis alcohólico.

 

Acaso
sea ese resorte púdico natural sometido a la presión tecnológica artificial, la
razón por la cual hoy en día haya pocas causas que unan a los izquierdistas y a
los derechistas tanto como el desprecio y la condena a la pornografía en línea.
Solo la guerra contra las drogas en las décadas de los 80s y 90s pudo
reconciliar a liberales y conservadores del mismo modo. Por lo demás, no deja
de sorprenderme que por vías ideológicas opuestas los extremistas de ambos
bandos lleguen a la misma conclusión: el fácil e ilimitado acceso a la
pornografía en internet corrompe a la sociedad y, sobre todo, a la juventud.


La
impugnación de los conservadores es más familiar, en particular para quienes
hemos crecido en una cultura católica. El argumento contemporáneo no dista
mucho del consuetudinario: el porno ejerce un influjo negativo sobre las mentes
masculinas ya de por sí inclinadas a la salacidad y a la pereza. Cada vez son
más comunes los estudios que muestran cómo en occidente las personas, y sobre
todo los jóvenes, están teniendo menos sexo que antes[1].
La conclusión que suele extraerse de estos datos es que al tener a su
disposición un catálogo infinito de mujeres con las cuales solazarse
virtualmente los varones han ido perdiendo el incentivo (y hasta el interés) de
buscar el ayuntamiento con mujeres de carne y hueso. Centristas y conservadores
advierten que los hombres están en crisis, y atribuyen al porno buena parte de la
responsabilidad.

 

Ahora
bien, las objeciones de la izquierda radical tampoco son muy nuevas, aunque si
sea nuevo su desprecio por la libertad sexual y la libertad de expresión. Estas
involucran -¿cómo no? a los enemigos eternos de la igualdad y la armonía: el
sucio capitalismo y el tirano patriarcado. Basta pasar 5 minutos en Twitter
para encontrar una feminista que afirme con absoluta convicción que el porno no
es más que explotación de la mujer y una cloaca de misoginia.

 

Desde
luego, basta pasar 20 minutos en PornHub para comprobar cómo cientos de miles
de mujeres “empoderadas”, entre profesionales y amateurs hacen gala de una
libido pantagruélica que expresan feliz y lucrativamente. No cabe duda que
existen actividades como la explotación sexual, el estupro, y la trata de
blancas en la sociedad, crímenes deleznables sobre cuyos perpetradores debe
caer todo el peso de la ley. Pero la relación que la pornografía guarda con el
comportamiento criminal es de la misma especie que la que las películas de
gánsters tienen con la violencia real, o el Heavy Metal con el satanismo.

 

La
crítica post moderna a la pornografía puede resumirse en la postura de Michel Foucault
(el Paulo de Tarso de la iglesia progresista), según la cual el cuerpo es el
locus del ejercicio del poder, no solo para la mujer, que sufre la explotación
directa, sino también para el hombre, que atado por el capitalismo pequeño
burgués a una pantalla que le ofrece infinitas dosis de dopamina, se vuelve cómplice
en el mantenimiento de las estructuras de poder establecidas para beneficiar a
las élites excluyentes.

 

Tanto
los seguidores de Foucault como los promotores de la temperancia en la derecha
cometen el mismo error, confunden las causas por las consecuencias. No es el
porno el que produce la disfunción eréctil o el déficit en las relaciones
sexuales, así como no es el capitalismo ni la misoginia el culpable de nuestra
obsesión con el sexo y la pornografía. Una cosa son las drogas y otra la adicción
a las drogas; una cosa es el sexo y muy otra la promiscuidad. El problema no
radica en el porno, sino en nuestra psique que aún no logra adaptarse a la vertiginosa
escala de desarrollo de la nueva tecnología. 

 

Entre
tanto, fuerzas ideológicas de un marxismo en bancarrota, por un lado, y de un
conservatismo rancio por el otro, quieren convencernos de que los excesos de la pornografía son un mal cuyas raíces se asientan en la cultura. El error común
consiste en otorgarle más crédito a la cultura del que le corresponde a la
naturaleza.

 

Fui
educado en un colegio católico de varones, en el que los curas siempre fracasaron
en el empeño de aplacar la arrechera de sus alumnos. Entre más nos sermoneaban
sobre la continencia y sobre el pecado de la masturbación, más bestiales nos
volvíamos, y más formas encontrábamos de satisfacer nuestro instinto desmedido.
Fallaron por la misma soberbia por la que falla nuestra sociedad hoy, es decir,
porque creen, como creyó Rousseau, que la mente humana es una tábula rasa que
se puede moldear y se puede limpiar de toda perversión.

 

Como
ya he dicho, no abogo aquí por el exceso o por la adicción, tampoco por el
consumismo, ni mucho menos por la pérdida de la inocencia sexual prematura de
los niños, cuya pureza considero sagrada; sino por un principio moderno claramente
establecido por Sigmund Freud, entre otros, que nos dice que la negación de
nuestra naturaleza desemboca necesariamente en represión y tiranía. Sólo con el
uso adecuado de la razón y el ejercicio de la libertad tenemos una oportunidad
de encontrar armonía con nuestros instintos.

 

Es
verdad que, con mayor acceso a las ideas y a las imágenes eróticas, y con mayor
libertad de expresar la sexualidad, también viene mucha más responsabilidad
individual. No obstante, sigo sosteniendo que acusar al pornógrafo del problema
de la adicción es como culpar a la empresa de licores por mi alcoholismo.

 

Gego, Tejeduras, 1989

***

 

Hace
unos días leí La Historia del Ojo de George Bataille, una nouvelle
erótica, escatológica y surrealista publicada en 1928 en la que se describen
actos sexuales casi inimaginables y en su mayoría inadmisibles en la vida
práctica. Al cabo de la lectura caí en cuenta de que el erotismo, y su primo
más vulgar, el porno, no son solamente una exploración de las profundidades, a
veces terroríficas, de nuestro cerebro reptil, sino que también constituyen una
exégesis, o interpretación de ese impulso bestial. De ahí su importancia y la
necesidad de su defensa.

 

Me
explico. El porno puede servir de catarsis, en
el sentido más aristotélico de la palabra, más o menos a la manera en que el
teatro, una película, o una canción, nos puede ayudar a aliviar un trauma o
destilar un impulso abscóndito. Los actores porno son personas con una libido
superior, incontrolable, en ocasiones patológica, la cual ponen al servicio de
las fantasías de la persona común, para que a través de sus proezas amatorias
en video los otros puedan exorcizar los demonios que a veces los atormentan en
la vida diaria. Por ese servicio los actores porno pagan un precio, sufren
estigmatización social, y raras veces se les toma en serio puesto que como los bufones
hacen un trabajo necesario pero que la mayoría de nosotros no nos atreveríamos
a hacer.

 

Acaso
porque me gusta ir a contrapelo de mi época, me siento optimista y creo que el
Leviatán de pornografía al que hoy tenemos acceso, es algo a la larga positivo.
La vida virtual y el metaverso, o como se lo quiera llamar, es una amenaza
potencial a nuestra humanidad, es cierto, pero la naturaleza siempre será
superior a nuestras invenciones. Como dijo una vez G.K. Chesterton, “la
realidad siempre supera a la ficción, porque la ficción es la imaginación del
hombre, y la realidad es la imaginación de Dios”. Lo que muchos consideran un
signo de decadencia no es más que una evolución, un nuevo test a los cimientos
de la cultura democrática occidental. La verdad es que hoy más que nunca tengo
fe en la especie, y, aunque es cierto que la fantasía es poderosa, la realidad
es mucho más grande y la subsume.

 

En suma, aunque le duela a
muchos mojigatos, el porno quizá sea el único espacio verdaderamente accesible,
diverso e incluyente de nuestros días, y a pesar, o acaso en virtud de sus
excesos, constituye hoy en día la ultima línea de defensa contra la corrección política,
tanto de la canalla biempensante de la izquierda como de los puritanos moralistas
de derecha.



[1] https://www.scientificamerican.com/article/people-have-been-having-less-sex-whether-theyre-teenagers-or-40-somethings/

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