Foto de Patricia Rincón


(Aburrido pero
breve ensayo sobre un tema árido; toda vez que el esfuerzo por ser ético resulta
agotador, mientras que la querella satisface y la revolución es sexy
).
 

 

A comienzos de este mes, el
senador y ex negociador del proceso de paz con las FARC en Colombia, Humberto
De la Calle, votó en contra de que se incluyeran las recomendaciones de la
Comisión de la Verdad dentro del Plan Nacional de Desarrollo. La Comisión, que
él mismo ayudó a crear, sin duda posee una perspectiva privilegiada sobre el
conflicto armado en Colombia como resultado de años de infatigable
investigación. Su objetivo fue el de esclarecer la verdad del conflicto para
permitir el comienzo de una reparación a las víctimas y elucidar las causas de
la violencia de nuestra historia reciente. Hay que preguntarse entonces, ¿por
qué no acoger sus recomendaciones y convertirlas en ley dentro del Plan
Nacional de Desarrollo? Según De la Calle, su voto negativo no se debió a que
las recomendaciones no fueran en principio loables y hasta cierto punto
deseables, sino porque desde su origen se acordó que la Comisión de la Verdad
no tenía una función prescriptiva, sino solamente investigativa y descriptiva.

 

Esta actitud, en apariencia
contradictoria, le acarreó fuertes críticas al senador y honorable servidor
público, dirigidas por algunos miembros de la izquierda latinoamericana que lo
acusaron de ser enemigo de la paz y de querer perpetuar los privilegios de las
élites. Supongamos que es cierto que dichas recomendaciones habrían podido
traer beneficios inmediatos a la sociedad y sobre todo a poblaciones vulneradas
que requieren protección del estado. Eso es perfectamente posible. No obstante,
al traicionar el principio que dicta que los acuerdos deben cumplirse y que las
reglas del juego no deben cambiarse a mitad del partido, el daño hecho al
acoger las recomendaciones de la Comisión de la Verdad es mucho mayor que el
supuesto provecho, pues fractura la autoridad moral de la comisión y la
legitimidad del acuerdo con las FARC; es decir, pone en tela de juicio la
imparcialidad del informe final y socava la buena voluntad de los firmantes.
Aunque vaya en contra de la intuición, la gratificación inmediata de hacer algo
bondadoso (y sentir que se ayuda efectivamente a las víctimas del conflicto a
través de las recomendaciones), no es superior al beneficio de largo plazo que
consiste en restablecer la fe de la sociedad en sus instituciones públicas, y
generar un ambiente en el que los ciudadanos, a pesar de sus inclinaciones
políticas, confíen unos en otros.

 

El caso de Humberto De la Calle
me sirve para poner en relieve un problema que percibo desde hace un tiempo en
las discusiones políticas y filosóficas. Tengo la impresión de que en los
debates a través de las redes sociales confundimos con alarmante frecuencia el
concepto de ideología con el de principios.

 

Algunos amigos que profesan ideas
políticas distintas a las mías a menudo me impugnan por esas mismas redes más o
menos de esta guisa: “Bueno, Gustavo, ¿y es que acaso tú, que criticas mi
ideología, no posees a tu vez una ideología contraria?; o, ¿de verdad eres tan
ingenuo para creer que se puede funcionar sin ideología?” En efecto, yo también
poseo una ideología, es decir, una serie de convicciones más o menos
articuladas que me sirven para interpretar al mundo, tomar decisiones y formar
opiniones. Generalmente esta nébula ideológica tiene raíces en la experiencia, la
observación, las lecturas y la educación.

 

Ahora bien, lo que suele
escaparse a este análisis es que ese sistema de ideas es siempre provisional. Por
ejemplo, yo, cuando era joven era más existencialista e idealista, pero a
medida en que fui acumulado experiencias y las desilusiones que a menudo conllevan,
fui volviéndome menos dogmático, más realista. Hace no mucho, el socialismo me
parecía un sistema conveniente, pero de un tiempo para acá, a la luz de nuevos
argumentos, me he convencido de que es pernicioso y enemigo del liberalismo clásico
al cual suscribo. Esto sin contar los humores y naturales disposiciones que todos
tenemos, los cuales nos impulsan a querer o desear ciertas cosas, azarosamente.
Todos, como individuos, poseemos ciertas tendencias morales (“el destino es el
carácter” como dicen que dijo Heráclito).

 

Pero, ojo, los principios son
otra cosa. Los principios son a la ideología lo que las leyes de la física son
a la ingeniería, o lo que la fuerza de gravedad es a la arquitectura. Solo se
pueden construir máquinas y edificios ideológicos dentro de la realidad que describen
los principios, los cuales no están sujetos a cambios o a las veleidades del
tiempo, ni tampoco a que la experiencia o la cultura los modifique. Del mismo
modo, tampoco se encuentran en las lecturas, ni emanan de la educación o de los
evangelios de una religión, sino que se revelan por medio de la confrontación
misma del ser humano con la realidad, y más específicamente, con la realidad
humana.

 

Algunos ejemplos de principios
son:

 

-Es mejor (en tanto sea
posible) decir la verdad que mentir.

-Es mejor cumplir un compromiso
que incumplirlo.

-Los grandes logros requieren
de trabajo duro.

-Solo la práctica y la
dedicación hacen al maestro. (Sin sacrificio no hay gloria)

-No pidas de los demás lo que
no estás dispuesto a dar de ti. (Regla de oro: trata a los demás como quieres
que te traten a ti.)

-Más vale tarde que nunca.

-Es preferible resolver un conflicto
a través del diálogo que con la fuerza.

-El amor verdadero no se puede comprar
ni exigir.

-Es mejor amar que odiar.

– “Es mejor un pedazo de pan
seco en paz, que carne en abundancia, en medio de peleas.” (Proverbios 17:1)

 

Estos son apenas algunos
ejemplos que me vienen a la cabeza a vuelo de pájaro, los cuales sin duda resultarán
familiares, a más de muchos otros que seguramente conozca el lector. En gran
parte, la literatura de la sabiduría y la filosofía moral – desde el Pentateuco
hasta Kant – se ha encargado de reflexionar sobre los principios, ya sea cuestionándolos,
o dándoles la vuelta; ya sea puliéndolos o intentando esclarecerlos. En la
mayoría de casos, la literatura se dedica a presentarlos de formas nuevas y
duraderas a través de relatos, parábolas e historias de todo tipo, desde la
Ilíada hasta la Guerra de las Galaxias. 

 

La lección implícita de muchas
de estas investigaciones poéticas suele ser, como lo expresa Cicerón en Los
Deberes, que una acción que no sea honorable, no puede ser provechosa; en otras
palabras, que cuando una obra no está alineada con los principios, las cosas a
la larga salen mal (de ahí que todavía hoy se les cuente a los niños la
historia del pastorcito mentiroso.)

 

Un ejemplo de una filosofía que
reacciona en contra de la idea de los principios es el maquiavelismo. El
Príncipe, la obra genial de Nicolás Maquiavelo, es una ejemplificación de
pragmatismo extremo, pero también, de cómo la ideología no tiene por qué alinearse
con los principios morales y puede torcerlos o soslayarlos en favor de un fin
inmediato. De ahí se extrae la conocida frase “el bien justifica los medios”,
que también se podría redactar como: “el fraude no es malo si sirve a un
objetivo superior.” Desde luego, la cultura occidental desdeña del maquiavelismo
(maquiavélico es el adjetivo con el que generalmente se describe al personaje
ruin y engañoso en los cuentos infantiles), pero no por su falta de
inteligencia o astucia, sino porque en el largo plazo la máxima del Príncipe
prueba siempre ser contra producente y fuente de desdichas.

 

Si aplicamos la teoría del subconsciente
de Freud a una civilización, toda mentira que una sociedad se dice a sí misma convencida
de que el fin lo justifica (es decir, la represión de un principio), termina
produciendo neurosis paralizantes en el futuro de dicho pueblo. Por ejemplo, la
creencia en la superioridad de la propia raza, (esclavitud y chovinismo), la creencia
en la inferioridad intelectual de las mujeres (machismo, sexismo), la tendencia
a exaltar el confort sobre otros valores (consumismo, cambio climático, depresión),
la convicción de que los ricos son malos solo por ser ricos (comunismo,
maoísmo, estalinismo).

 

En el siglo XX hay dos ejemplos
que acaso ilustran mejor lo que intento decir, se trata de la gesta
emancipadora de Gandhi y la de Martin Luther King. Sin importar la ideología
que profesamos (liberal, conservador, comunista, o capitalista), a nadie se le
escapa el hecho que comprobaron con creces las luchas de estos dos grandes
héroes del siglo anterior, a saber: que el principio de no violencia es siempre
más efectivo que la violencia para alcanzar la igualdad y la justicia. Cuando
activistas del movimiento por los derechos civiles en el sur de Estados Unidos
estaban siendo encarcelados en la década de 1960, Martin Luther King escribió:
“se van [a prisión] con la fe de que el bien derrotado es más poderoso que el
mal triunfante.” Poco antes de ser asesinado escribió: “A través de la
violencia se puede matar a un mentiroso, pero no se puede establecer la verdad.
A través de la violencia se puede asesinar a un odioso, pero no se puede
asesinar el odio. La oscuridad no se puede erradicar con oscuridad. Sólo la luz
puede hacerlo.”

 

Hoy en día, a pesar de la
profusa experiencia del ser humano, su historia y literatura, esta cuestión no
deja de ser menos confusa que en los tiempos del rey Salomón, Maquiavelo o del
doctor King. Es presumible que todos los hombres que cometieron las grandes
injusticias o atrocidades de la historia estuvieran convencidos de que
servían a ideales superiores. Hoy en día, en nombre de una ideología de igualdad,
diversidad y justicia social, muchos están dispuestos a traicionar sus
principios. El senador Humberto de la Calle, dentro del modesto papel que
Colombia juega en la política internacional, demostró, una vez más, que ninguna
acción que no sea honorable puede rendir buenos frutos. Con ese acto valiente Humberto
se alineó con los grandes personajes del pasado, por lo cual recibió odio y amenazas
en Twitter de parte de quienes no distinguen entre principios e ideología.


Zhang Daqian, Bird On A Cherry Branch, 1959, ink and colour on paper


 

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