“la felicidad es intransferible”

Los monederos falsos, André Gide

  

La
envidia es como el fuego que cerca al escorpión antes de que él mismo se clave el
aguijón… Esa imagen me parece haberla encontrado hace casi veinticinco años
ya, en una edición pirata de Así habló Zaratustra. Yo no sabía del mito según
el cual los alacranes se suicidan cuando son asediados por el fuego, sin
embargo, la metáfora me resultó clara como el día. En esa época, cuando apenas acababa
de empezar a estudiar en la universidad, la envidia y el resentimiento me roían
por dentro, impidiendo que otras cualidades del carácter pudieran florecer.

 

La
adolescencia me pegó duro, como supongo que sucede a la mayoría de las personas.
Yo no entendía por qué las peladas le paraban bolas a aquel otro gūevón de la
clase y no a mí. ¿Es que acaso yo no poseía atributos de valor? ¿Era tanto más
feo que este otro que tenía más de una novia?, o, ¿es que por algún tipo de
conjura o maldición yo era menos merecedor de la atención de las niñas que
aquel energúmeno troglodita que apenas si había terminado de leer un libro y
que jamás se había conmovido hasta las lágrimas en un cine? ¿Qué tiene ese que
no tenga yo?, refunfuñaba.

 

Entonces
me convencí de que Dios o el destino o los dos se habían ensañado contra mí y
empecé a incubar una especie de odio contra la creación, muy similar a la
inquina que un día empezó a sentir Caín contra su exitoso hermano Abel.

 

***

 

En
la novela Frankenstein o El Prometeo Moderno -la obra perfecta de la jovencita
Mary Shelley- hay una escena que me conmueve sobremanera: después de que el
monstruo ha sido rechazado por el mundo, a pesar de sus nobles sentimientos, se
le aparece en su casa al doctor, su creador, quien está próximo a contraer
nupcias. Entonces sucede un diálogo en el que la bestia le dice: “Padre, estoy
tan lleno de amor por dentro que, si no puedo consumarlo, habrá de convertirse
en odio y muerte.” Y a continuación le lanza este ultimátum: “Si no me haces
una novia, estaré contigo la noche de tu boda.” ¡Pucha!, recuerdo haber pensado:
“Frankenstein soy yo.”

 

El
resentimiento es el mal del buen monstruo cuyo amor no es correspondido. En gran
medida él es una víctima: bello por dentro, horrible por fuera, tiene toda la
justificación para estar agraviado y hacerle reclamos al padre. Como se sabe,
la historia termina en tragedia y desolación, tanto para el hombre como para su
portento. La metáfora del libro, según la veo, es que el resentimiento contra
la creación, o contra la injusticia de la realidad, es el peor de los
resentimientos, pues por más rencores e intrigas que urdamos contra ella, la
realidad siempre nos gana la partida.

 

Ese
era yo en aquel entonces… Y no me engaño, sigo siéndolo. No obstante, merced al
tiempo y la experiencia conocí que mis problemas no eran los únicos en el
mundo. Todos tienen sus tragedias personales, simplemente distintas a las mías.
Poco a poco comprendí que se sufre por falta, pero también por exceso y que la
felicidad no existe, y en todo caso, aunque existiera, sería intransferible. Un
día, mi amigo al que yo odiaba secretamente porque las niñas lo perseguían, me
dijo: “Gustavo, yo te envidio” y yo, “¿Cómo es posible? ¿Por qué?”, “Porque tus
papás están juntos y se quieren, a mí mi papá me abandonó y no le importa lo
que me pase…”

 

Lenta
y esforzadamente, trasegando por un camino que no termina, he venido a aceptar
mi suerte, a estar agradecido por lo que tengo, a sentirme cada vez menos
herido por lo que me falta y que me parece que poseen los demás.

 

Esto
no quiere decir que la envidia aún no me punce en el costado regularmente. Todavía
hoy, a mi edad avanzada, la espina emponzoñada del resentimiento está siempre acechándome,
en particular cuando estoy frente a la pantalla del teléfono celular y me
entero de lo que ocurre en las vidas fabulosas que parecen llevar sin ningún
desenfado la mayoría de mis contactos. Un amigo se gana un concurso de poesía
que yo querría ganar (aunque no participé en él), el otro se va de gira con un
grupo musical al que yo quisiera pertenecer; a aquel lo invitan a hablar a un
programa para dar su opinión, desde luego, mucho menos inteligente que la mía.
El demonio de la envidia no se vence, solo se reduce…

 

En
momentos como esos traigo a la memoria un recuerdo de hace años cuando tuve la
oportunidad de trabajar brevemente con el sabio profesor payanés Gustavo Wilches-Chaux.
Un día le pregunté: ¿como está maestro?, y me respondió, “¿comparado con quién?”
 

 

*** 

 

Todo
esto, en diciéndotelo a ti, distinguido lector, en realidad me lo digo a mí: “Mira
querido, ese que tiene un cuerpo hercúleo que tú envidias, ¿sabes cuantas horas
ocupa en el gimnasio cada día? Aquel millonario que estaciona su auto del año
frente al restaurante de moda, ¿sabes cuantas horas horribles empeña en el
despacho del banco, o peor, en la oficina de su “start-up” haciendo
transacciones y negocios?” Su felicidad nunca podría ser la mía. Es cierto que
hay injusticias en el mundo, y hay pillos y bergantes que embaucan y defraudan.
En el fondo, la realidad a todos les da su merecido, porque ningún bien se
compara al de tener la conciencia tranquila.

 

El
Buda enseña que la verdadera belleza consiste en renunciar a la dualidad entre
belleza y fealdad. El Bhagavad Gita dice: “solo tienes derecho al trabajo, y no
a los frutos del trabajo” y, en otro aparte, sentencia: “oro, fango y piedra,
son del mismo valor para el hombre de discernimiento.”

 

***

 

Conectado,
o, mejor dicho, encadenado a las redes sociales y su tiranía informática, arrostro
como tantos otros la malaise digital de nuestra época. Observo todos los
días con desazón cómo el tósigo del resentimiento va infectando nuestras relaciones
sociales e intelectuales, con frecuencia enmascarándose tras el velo de la
justicia social, el altruismo o la corrección política.

 

Muchos
de nosotros nos la pasamos agitando el dedo virtual y acusamos personas en
Twitter, Instagram, Facebook o Tik Tok. La culpa, decimos, es de esa gente mala
que contamina el planeta, o de esos neoliberales ricos y egoístas que nos mantienen
pobres. La culpa la tienen aquellos arribistas ignorantes que votan mal, o que
el día de las elecciones legislativas no aparecen. También son culpables los
gomelos, los boomers y los millennials; los gobernantes, los criminales y la
alcaldesa de Bogotá. Los venezolanos, los gringos, Petro y Fajardo, y lo peor de
lo peor: esos sucios albaceas del hetero-patriarcado que mantiene a las
mujeres, a los gays, a los “afro” y a los indígenas bajo el yugo de la
opresión. Están también los abyectos anti-derechos, los fachos, los enemigos
del cambio, y en general el malvado hombre blanco que me sojuzga de maneras
visibles e invisibles. Qué decir de los gordofóbicos, los homofóbicos, los
misóginos y los medios de comunicación hegemónicos. Ni hablar de los banqueros,
los sindicalistas, las disidencias de las FARC y los activistas trans. Yo, mi
pobre yo, soy sin duda la víctima de múltiples e interseccionales
conspiraciones, porque, de otro modo: ¿cómo se podría explicar que sea tan
infeliz?

 

El
resentimiento simplifica el mundo entre opresores y oprimidos. La iglesia del
resentimiento dicta: si no sufres como yo es que eres la causa de mi dolor.
Pronto, el tribalismo (disfrazado de altruismo) se instala en el corazón y en
las mentes, y el ideólogo del resentimiento renuncia a sus libertades
individuales en favor de su pasión vengadora. Mi identidad es la de ser una
víctima. Víctima de las estructuras de poder, del hetero-patriarcado, el
racismo sistémico, o cualquier otra entelequia neo-marxista; que muchas hay
para escoger. El rencor paranoide es la enfermedad del espíritu que destruye,
es la disposición de Caín, la desilusión del monstruo del Dr. Frankenstein.

 

Nadie
es inocente, más que yo. Me digo. Qué casualidad que el prado siempre esté más
verde en el patio del vecino, ¿qué hace él que no haga yo? Llevo en la manga un
copioso memorial de agravios y alguien aquí me tiene que responder, o es que
acaso ¿usted no sabe quién soy yo?

 

Como
es de esperarse, la filosofía del resentimiento nos vuelve mezquinos. Eternos
adolescentes. El resentimiento hiere a todo el mundo, claro, pero en especial a
quien lo padece. El resentido se odia a sí mismo más que al objeto de su rencor
porque en el fondo se sabe débil, miserable e impotente.

 

GUSTAVO CARVAJAL

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